Confesiones de un médico jubilado *

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«La Medicina es la ciencia de la incertidumbre y el arte de la probabilidad…»  Sir William Osler

 

«Las únicas certezas de la vida son la muerte y los impuestos. Todos tratamos de evitarlas.» Benjamin Franklin

  • Por Leonardo Strejilevich

Ahora que me jubilo, vuelvo a empezar de cero —me dije—, pero me estoy quedando sin tiempo.
Debo admitir que no estoy nada convencido de que me atreva a utilizar los fármacos de mi botiquín de suicidio cuando me vea ante los síntomas tempranos de la demencia —algo que puede suceder pronto—, o si desarrollo alguna enfermedad incurable.
Se dice con frecuencia que más vale partir demasiado pronto que demasiado tarde, ya se trate de una carrera profesional, de una fiesta o de la vida misma. Sea como sea, el problema es saber cuándo ha llegado ese momento.
Es relativamente fácil abrigar la fantasía de morir con dignidad quitándote la vida, puesto que la muerte es todavía algo remoto. No puedo predecir cuáles serán mis sentimientos cuando sepa que mi vida toca a su fin, un fin que bien podría ser penoso y degradante. Como médico que soy, no me hago ilusiones. Pero no me sorprendería demasiado que empezara a aferrarme desesperadamente a la poca vida que me quedara. Al parecer, en los países donde el llamado «suicidio asistido» está legalizado, mucha gente que padece una enfermedad terminal, pese a haber expresado su voluntad de morir sin sufrir, llegado el momento no se decide por esa opción.
Cuando se aproxima la muerte, empezamos a albergar la esperanza de que aún pueda existir un futuro. Desarrollamos lo que los psicólogos llaman «disonancia cognitiva», que nos hace abrigar pensamientos totalmente contradictorios. Una parte de nosotros sabe y acepta que nos estamos muriendo, pero otra siente y cree que todavía tenemos un futuro. Es como si nuestros cerebros llevaran integrada la esperanza, al menos en una parte.
Un buen médico nunca mentirá al paciente ni lo privará de esperanza, aunque ésta consista tan sólo en vivir unos días más. Pero no es tarea fácil, lleva su tiempo y requiere largos silencios.
Mis colegas jóvenes y mis residentes son mucho más jóvenes que yo; todavía tienen la salud y la confianza en sí mismos que da la juventud, como yo las tenía a su edad. Cuando eres un residente de primer o segundo año, estás bastante distanciado de la realidad a la que se enfrentan los pacientes mayores. Yo, en cambio, ahora que me dispongo a retirarme, estoy perdiendo esa distancia. Pronto volveré a ser un miembro de una clase inferior, la de los pacientes, como lo era antes de convertirme en médico, y dejaré de ser uno de los elegidos.
En principio, hace mucho tiempo, me parecía que el ejercicio de la medicina era algo exquisito, la forma más elevada de utilizar las manos y la mente a la vez, de combinar arte y ciencia. Estaba convencido de que los médicos tenían que ser muy sabios; incluso llegué a pensar que podían llegar a entender el significado de la vida.
He llegado a perturbarme saber que mi cerebro es un órgano que envejece, al igual que los demás órganos; que mi yo está envejeciendo y no tengo manera de saber qué cambios ha experimentado.
Miro las manchas de vejez en mis manos, estas manos cuyo uso lo ha sido todo en mi vida, me preocupa desarrollar la demencia y mi conocimiento de la neurociencia, además, hace que me vea privado del consuelo de creer en alguna clase de vida después de la muerte y en la restitución de lo que haya perdido.
Acabo mi carrera sintiéndome no exactamente desilusionado, pero sí, en cierto sentido, decepcionado. He aprendido muchas más cosas sobre mi propia falibilidad y sobre la crudeza de la medicina —pese a la frecuencia con que resulta necesaria.
Ansío jubilarme y huir de todas las miserias humanas que he tenido que presenciar durante tantos años, y, al mismo tiempo, temiendo mi partida. Voy a empezar de cero otra vez, vuelvo a decirme, pero me estoy quedando sin tiempo. Sin embargo, ahora que mi carrera toca a su fin, siento que la armadura psicológica que había llevado puesta durante tantos años empezaba a caerse a pedazos, dejándome desnudo. No alcanzaré ni de modo silente a disculparme ante todos mis pacientes víctimas de mis prisas en el pasado.
Añoro mi época de residente, era impensable que yo abandonara el edificio del hospital antes que mi adjunto, pero, en el nuevo mundo de los médicos que trabajan por turnos, la formación de profesionales mediante la fórmula de un maestro y un aprendiz prácticamente ha desaparecido.
Cuando miro atrás, veo con espanto cuán poca atención les presté a mis hijos durante aquella época.
Tengo la sensación de haber adquirido ciertas dosis de sabiduría y autocontrol a raíz de aquellos tiempos terribles, pero ahora también me pregunto si en parte ha sido así porque, sencillamente, los circuitos emocionales en mi cerebro se están ralentizando con la edad; me conviene mantenerme ocupado y alejar mis pensamientos sobre el futuro.
Aprendí que la distinción entre dolencias físicas y psíquicas es falsa, o por lo menos que las enfermedades de la mente no son menos reales que las del cuerpo, ni menos merecedoras de nuestra ayuda.
El ser médico siempre me ha hecho sentir tremendamente privilegiado.
Muchas de las intervenciones más arriesgadas y apasionantes de la medicina y la cirugía se han vuelto innecesarias. Actualmente los médicos están sometidos a una burocracia reguladora que no
existía cuarenta años atrás y que, además, parece indicar una escasa comprensión de las realidades de la profesión médica.
Ser médico es una especie de lujo moral que corrompe fácilmente a los galenos. Qué poco le cuesta a uno acabar pagado de sí mismo y convertido en un presuntuoso, creyéndose más importante que sus pacientes. Revaluar a los médicos es importante, y no es tarea fácil.
Las intervenciones médicas o quirúrgicas difíciles y peligrosas eran siempre las más atractivas y emocionantes cuando era un médico joven, pero, a medida que mi carrera se acercaba a su fin, me encontraba con que mi pasión por esa clase de casos y por asumir el riesgo de que sucediera una calamidad disminuía rápidamente. La idea de que mi intervención saliera mal y dejara a un paciente hecho polvo a mis espaldas de jubilado me llenaba de consternación. Además —me decía—, si dentro de poco voy a abandonar todo esto, ¿por qué debería seguir castigándome así?
Siempre había amado mi trabajo, pese a que en ocasiones pudiera resultar tan doloroso. Cada jornada era interesante; me encantaba cuidar de mis pacientes; me encantaba sentirme importante, aunque sólo fuera en el pequeño reducto de mi hospital.
De hecho, con frecuencia había tenido la sensación de que, más que un simple trabajo, era una maravillosa oportunidad para la aventura y la expresión personal. Siempre me había parecido profundamente significativo. Pero en los últimos años ese amor había empezado a perder intensidad. Yo lo achacaba a que el trabajo de médico se parecía cada vez más al de un empleado anónimo en una empresa gigantesca. La sensación de que había algo especial en el hecho de ser médico había desaparecido: sólo era un empleo más, yo sólo era el miembro de un equipo con muchos integrantes, a los que ni siquiera conocía. Cada vez tenía menos autoridad. Mi sensación de que no confiaban en mí aumentaba día tras día, empezaba a sentirme frustrado y alienado. Sin embargo, a pesar de eso, seguía teniendo una abrumadora sensación de responsabilidad personal hacia mis pobres pacientes.
De todos modos, también era posible que simplemente estuviera cada vez más viejo y cansado, que ya hubiese llegado el momento de abandonar. Una parte de mí deseaba marcharse, liberarse de la ansiedad, ser dueño de mi propio tiempo; pero otra parte veía la jubilación como un vacío aterrador no muy distinto de la muerte, un vacío que se vería alimentado por la merma de facultades en la senectud y por una posible demencia que le pondría fin a todo.
Siempre volví al hospital por la noche o por la tarde para ver a mis pacientes. Lo hacía casi siempre: vivía cerca, de modo que no me costaba mucho, y sabía que a ellos les gustaba verme. Aquel gesto constituía también una pequeña protesta privada contra la forma en que actualmente se espera que trabajen los médicos, por turnos y con horarios fijos, y que supone que la medicina no se perciba ya como una vocación, una verdadera profesión.
Los años de frustración y consternación ante mi continua pérdida de autoridad, ante el menoscabo de la confianza y el triste declive de la profesión médica, me habían hecho estallar de repente, supongo que porque sabía que iba a jubilarme al cabo de pocas semanas y de pronto me sentía incapaz de contener la ira y aquella sensación de intensa humillación.
Se han perdido sobre todo las relaciones laborales amistosas que surgen en un hospital pequeño en el que todos se conocen y trabajan juntos sobre la base del compromiso personal y la amistad.
Los pacientes con lesiones o enfermedades graves rara vez llegan a comprender la difícil situación en que se encuentran, pero las personas cercanas a ellos sí lo hacen, y suelen padecer una depresión profunda. En cierto sentido, las verdaderas víctimas son las familias. Deben dedicarse las veinticuatro horas del día al cuidado de alguien que ya no es la persona que era, o bien sumirse en el remordimiento al verse obligadas a ingresarlas en una institución para el resto de su vida. Muchos matrimonios fracasan cuando deben lidiar con problemas de esa clase. Y el peor caso es el de los padres, que se ven trágicamente unidos a sus hijos con daños irreversibles tengan la edad que tengan.
Ahora abundan problemas serios con las familias de los pacientes cuando algo sale mal, como sucede tan a menudo en la medicina. Cada vez se ponen más pleitos a los médicos, y eso siempre implica la aportación de pruebas de los profesionales de la medicina contra sus colegas, en calidad de testigos expertos; a veces las familias amenazan a los médicos de forma violenta.
En la medicina ha existido siempre cierta tensión entre cuidar de los pacientes y ganar dinero. Por supuesto, supone un poco de ambas cosas, pero se trata de un equilibrio delicado y que se altera con facilidad.
Si se pretende que ese equilibrio se mantenga, son esenciales salarios y estándares profesionales altos. Al fin y al cabo, el Estado de derecho depende en parte de que a los jueces se les pague tan bien que no sientan la tentación de aceptar sobornos.
Muchas decisiones médicas, como llevar a cabo o no un tratamiento o hasta qué punto investigar, no están perfectamente definidas. Manejamos probabilidades, no certezas. Los pacientes no son consumidores, que por definición siempre saben qué les conviene más, y suelen tener que aceptar el consejo de sus médicos. La toma de decisiones clínicas puede verse distorsionada con facilidad por el hecho de que pueda haber ganancias económicas para el médico o el hospital, sin que ello suponga por fuerza que sean susceptibles de ser sobornados, aunque desde luego pueden serlo. Por otro lado, el aumento de las denuncias contra los médicos provoca asimismo un exceso de investigación y de tratamiento, lo que se ha dado en llamar «medicina defensiva». Siempre resulta más fácil llevar a cabo todos los análisis posibles y tratar al paciente «por si acaso», que correr el riesgo de pasar por alto algún problema vago e improbable y que te pongan un pleito.
Esa combinación de retribuir a los médicos mediante la «remuneración por servicio» —cuanto más hacemos, más nos pagan— y el aumento de litigios contra ellos es, en muchos países, una de las razones para que los costes de la sanidad se disparen hasta quedar fuera de control.
Antes tenía una visión muy crítica de los médicos y cirujanos que se mostraban distantes e indiferentes ante sus pacientes, pero ahora, ya en las postrimerías de mi carrera, me veo obligado a reconocer que quizá se había tratado de pura vanidad por mi parte, simplemente un intento más de sentirme superior a otros colegas.
Resulta muy fácil medicar u operar a todos los pacientes y no pensar en las posibles consecuencias. ¿Acaso un buen resultado justifica todo el sufrimiento causado por muchos malos resultados? ¿Y quién soy yo para decidir qué diferencia hay entre un buen resultado y uno malo? Nos dicen que no debemos actuar como dioses, pero a veces sí debemos hacerlo, al menos si creemos que el papel de un médico es reducir el sufrimiento y no sólo salvar vidas a cualquier precio.
Pero los médicos manejamos probabilidades, no certezas. A veces, si has de tomar la decisión correcta, debes aceptar que podrías estar equivocado. Es posible que, actuando así, pierdas a un paciente con un buen resultado pero salves a muchos otros y a sus familias.
Practico ejercicios físicos de acuerdo con mis posibilidades por la edad que tengo. Rara vez disfruto con ello, ya que me supone un esfuerzo considerable y noto el cuerpo rígido y pesado. Supongo que lo hago por el miedo a envejecer y porque el ejercicio supuestamente posterga la demencia.
Cuando nos convertimos en médicos, la mayoría nos vemos obligados a reprimir nuestra empatía natural si queremos actuar con eficacia. La empatía no es algo que tengamos que aprender, sino algo que debemos desaprender. Los pacientes se vuelven parte del grupo de «no pertenencia» —como lo llaman los antropólogos—, en gente con la que ya no necesitamos identificarnos; los médicos podemos reivindicar alguna clase de superioridad moral con respecto a otras profesiones porque tratamos —al menos en teoría— a todos los pacientes de la misma forma, sin distinción de clase, raza, religión, riqueza o nacionalidad.
Sospecho que muchos de los problemas y cuestiones que me inquietan ahora, al enfrentarme a la jubilación y la vejez, ya estaban presentes entonces, cuando también trataba de encontrar un propósito a mi vida, aunque la tuviera casi toda por delante. Me habría divertido ver hasta qué punto era un joven ingenuo que se tomaba a sí mismo demasiado en serio.
Aprendí como médico: la importancia del testimonio y la honestidad. Pero a los médicos nos pagan —y habitualmente muy bien o no tan bien— por nuestro trabajo, y no podemos hacer otra cosa que ayudar a la gente a menos que pequemos de una incompetencia extraordinaria. Así que nuestra profesión no requiere ningún esfuerzo moral particular por nuestra parte. Cuesta poco que nos volvamos autocomplacientes, el peor pecado de un médico. El desafío moral es tratar a los pacientes como nos gustaría que nos trataran a nosotros, compensar con atención y amabilidad profesionales el distanciamiento emocional que necesitamos para hacer nuestro trabajo. La clave consiste en encontrar el equilibrio correcto entre compasión y desapego. No es fácil. Y cuando nos encontramos con una cola interminable de pacientes, tan a menudo con problemas que no podemos resolver, resulta extraordinariamente difícil.
El afán de lucro corrompe con facilidad a los médicos y los proveedores de servicios de salud. Es cierto que la sanidad social, como la llaman los norteamericanos, tiene muchos defectos. Tiende a ser lenta y burocrática, los pacientes pueden acabar convirtiéndose en meros artículos en una cinta de montaje impersonal, el personal clínico tiene pocos incentivos para comportarse con profesionalidad y puede volverse displicente. Con frecuencia, además, no cuenta con los recursos necesarios. Pero esos defectos pueden superarse si se mantienen criterios morales y profesionales altos, si se encuentra el equilibrio correcto entre libertad clínica y regulación, y si los políticos son lo bastante valientes como para subir los impuestos. Los defectos de la sanidad pública son, sin embargo, menores que la extravagancia, la desigualdad, el exceso de tratamiento y la falta de honradez que tan a menudo entraña la competitiva sanidad privada. Muchos médicos realizan lo que se conoce como dictámenes médico-legales, proporcionando informes a los abogados en casos que entrañan lesiones o negligencia médica.
Es un negocio lucrativo pero que ocupa mucho tiempo; es una gran industria las indemnizaciones por delitos de lesiones —con su ejército de abogados engolados y competentes y testigos expertos pagados de sí mismos—, que consume un enorme comedero de primas de seguro.
En efecto el poder corrompe, pero hoy en día, sin embargo, la autoridad en los hospitales ha pasado gradualmente del personal clínico a directivos ajenos al mundo hospitalario —cuyo principal cometido consiste en satisfacer a sus señores políticos en su empeño de recortar gastos—, así que no debería sorprendernos que la atención a los enfermos se resienta.
La medicina tiene una naturaleza solemne de su trabajo y una visión del mundo profundamente moral y casi austera pero, es recomendable que los médicos no se tomen a sí mismos demasiado en serio; en medicina es un clásico que muchas cosas salgan mal, le resulta difícil a un médico decir lo siento por un error personal u hospitalario pero debe existir la obligatoriedad de la franqueza.
Por supuesto que los médicos deben regirse por normas, pero no por una normativa burocrática basada en la desconfianza hacia la profesión médica y sus organizaciones profesionales.
Les resulta difícil a los médicos ser sinceros. Sucede así desde que nos ponemos el guardapolvo blanco tras terminar la carrera.
Una vez que somos responsables de los pacientes, aunque sea en el nivel más bajo, debemos empezar a fingir. No hay nada más aterrador para un paciente que un médico —en especial uno joven— sin confianza en sí mismo. Además, los pacientes no sólo quieren tratamiento, sino también esperanza. Así que rápidamente aprendemos a engañar.
Los médicos en puestos de responsabilidad, al igual que los políticos, pueden volverse fácilmente corruptos no sólo por el poder que ostentan, sino también por carecer de gente a su alrededor que les hable con franqueza. Aun así, continuamos cometiendo errores durante toda nuestra carrera, y siempre aprendemos más del fracaso que del éxito. El éxito no enseña nada y hace que nos durmamos en los laureles a la primera de cambio. De todos modos, sólo aprenderemos de nuestros errores si los admitimos, por lo menos ante nosotros mismos. Y para admitir nuestros errores debemos luchar contra el autoengaño que tan necesario fue al comienzo de nuestra carrera.
Hay poca certidumbre en la medicina, por lo que debemos sopesar las distintas probabilidades y, muy pocas veces, las posibles certezas. Eso implica tener capacidad de juicio, además de conocimientos y experiencia.
A la mayoría de los médicos les cuesta mucho recordar los malos resultados, detestan admitir la inexperiencia y suelen subestimar los peligros de los actos médicos cuando hablan con sus pacientes.
El sobretratamiento —investigaciones, uso abusivo de medicamentos u operaciones innecesarias— es un problema creciente en la medicina moderna, y supone una equivocación incluso si el paciente no sale mal parado.
Todos sufrimos muchos «sesgos cognitivos», como los llaman en psicología, que distorsionan nuestro juicio. Estamos demasiado predispuestos a favor de nosotros mismos y, bajo presión, como lo están a menudo los médicos, tomamos decisiones precipitadas. Por mucho que nos esforcemos en tratar de admitir nuestros errores, con frecuencia no lo conseguimos. La medicina segura consiste sobre todo en tener buenos colegas que se sientan capaces de criticarnos y poner en duda nuestro desempeño.
Admitir la falibilidad y hacer hincapié en la importancia del trabajo en equipo, de escuchar las críticas y ser buen colega, son valores que conviene no olvidar.
En medicina existe una dolorosa verdad: en ocasiones, debemos exponer a algunos pacientes a ciertos riesgos por el bien de los pacientes futuros, de todos modos es esencial escuchar a los pacientes y aprender a comunicarse con ellos, casi nunca sabremos si hemos conseguido hacerlo bien; es muy importante decirles la verdad a los pacientes, algo que a la mayoría de los médicos les resulta complicado, puesto que a menudo supone la admisión de la incertidumbre.
Aliviar el sufrimiento es el deber de un médico en igual medida que prolongar la vida, aunque sospecho que esa verdad suele olvidarse en la medicina moderna. Se nos acusa con frecuencia de que jugamos a ser Dios, pero mi experiencia me dice que lo más habitual es que suceda lo contrario. Muchos médicos rehúyen las decisiones que podrían disminuir el sufrimiento pero precipitarían la muerte; hay médicos capaces de mirar a la muerte a la cara y decidir de un modo racional que no vale la pena vivir en según qué condiciones.
Los médicos no tenemos ningún deseo de acabar con la vida de los pacientes; de hecho, la mayoría rehuimos hacerlo y, a menudo, solemos caer en el extremo opuesto al no permitir que éstos mueran con dignidad.
Cuando estamos en el hospital, enfermos, temiendo por nuestra vida y a la espera de una cirugía aterradora, tenemos que confiar en los médicos que nos tratan. Si no lo hacemos así, la vida se vuelve muy complicada. Muchas veces, para superar nuestros temores, incluso atribuimos a los médicos cualidades sobrehumanas. Si la operación es un éxito, el cirujano es un héroe; si fracasa, es un villano. La realidad, por supuesto, es completamente distinta. Los médicos son humanos, como el resto de nosotros. Gran parte de lo que ocurre en los hospitales es cuestión de suerte, y la suerte puede ser buena o mala. El médico pocas veces tiene control alguno sobre el éxito y el fracaso. Saber cuándo no hay que operar es tan importante como saber operar, y la experiencia en lo primero es más difícil de adquirir.
El ejercicio de la medicina nunca es aburrido y puede resultar profundamente gratificante, pero se cobra su precio. Es inevitable que uno acabe cometiendo errores, y debe aprender a vivir con las consecuencias, a veces espantosas.
Debe aprender a ser objetivo ante lo que ve y, al mismo tiempo, no olvidar que está tratando con personas. Hay que encontrar el equilibrio que se requiere en la carrera de un médico entre el necesario distanciamiento y la compasión, entre la esperanza y el realismo.

(*) Este texto está inspirado en Marsh, Henry: Confesiones; Ediciones Salamandra 2018; Marsh, Henry: Ante todo no hagas daño; Ediciones Salamandra; 2014 y contiene extensos párrafos originales y paráfrasis cuya responsabilidad es del autor.


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